El porvenir es cosa nuestra
Por Guillermo FADANELLI
Estuve cerca de Huberto Batis en el suplemento sábado del periódico unomásuno, como colaborador y
también como espía en su oficina, intruso o admirador de su oficio de editor.
Me tocó presenciar tormentas de toda clase, exabruptos,
risas y gozar de largas conversaciones con él. Algunas veces, cuando Batis
terminaba su labor en el periódico, me acercaba en su automóvil a mi
departamento próximo al metro Ermita. En el camino continuábamos charlando. Y,
según yo, creo que nos hicimos amigos en ese entonces. Dije “espía” y lo
sostengo: el aprendizaje es también un espionaje y yo ponía meticulosa atención
en todos sus actos y palabras. Me informaba acerca de la experiencia vivida con
el editor más temido, erudito, intratable y perspicaz que existió en el México
de los años noventa, justamente durante la década de mi (de)formación, un mucho
tardía y extemporánea. Batis me educó vía la conversación y el relato de
anécdotas en apariencia meramente sociales o personales. Era una de sus mayores
virtudes: hacer llegar el caballo de Troya a la fortaleza de la ignorancia
juvenil de manera sencilla, lúdica y paciente. No se permitía la pedantería ni
el adoctrinamiento, y a la manera socrática te llevaba a esforzarte y pensar
más allá de tus prejuicios salvajes. Yo no me daba cuenta cabal de su guía, de
su inagotable recorrido en los campos de la cultura literaria y filosófica, ni
de su capacidad para construirse a sí mismo en el espejo y la atención del
otro.
Batis fue animador de buenos conversadores y creador de
escritores con el propósito implícito de no estar solo. En la oficina donde
cuidaba de sábado, la
puerta nunca estuvo cerrada y, a manera de montaje, su secretaria Aída le
anunciaba la llegada de los colaboradores más formales. Los amigos y otros
confianzudos se colaban y se atenían a su suerte. Podían ser lanzados fuera de
la oficina en un santiamén, o quedarse horas dentro charlando con Huberto. Si
la visitante era una mujer bella no tenía que preocuparse: Batis le entregaba
las llaves de suplemento, del periódico y de la ciudad (y además le tomaba
fotografías).
Hacer el recuento de anécdotas, obras, acciones, fábulas
y personalidades a las que Batis dio vida no es posible; al menos para mí.
Prefiero no jalar de ese hilo porque una montaña se me viene encima. Una
acertada analogía de su curiosidad y quehacer mítico e intelectual sería el
Árbol de Porfirio: sus ramificaciones y vasos comunicantes no agotan el mundo,
más bien lo dibujan, sugieren, y crean otra vez en toda su complejidad e
infinitud. Allí están sus numerosos libros como prueba de mi afirmación. Ahora
me detengo brevemente en uno de ellos que apenas si es conocido: Ni edad dorada ni apocalipsis.
Aquí se reúne parte de su obra alrededor de temas científicos y literarios de
gran envergadura: relaciones entre mente y cerebro; especulaciones sobre la
ecología y la libertad; la literatura y las drogas; la civilización y la
medicina. Batis reflexiona él mismo y expone las preocupaciones intelectuales
de muy diversos pensadores a partir de breves piezas literarias que se crearon
en el ir y venir de sus tantas lecturas. Allí, por ejemplo, Huberto da cuenta
de la obra de Denis de Rougemont, El
porvenir es cosa nuestra (una
llamada de atención pública ante la inminencia del desastre ecológico); y
comenta con erudición y largueza el libro The
Natural History of the Mind, de G. R. Taylor. Preocupaciones actuales y
latentes de las que Batis se ocupó en sus escritos hace ya varias décadas.
Obtengo provecho de este libro —Ni edad dorada ni apocalipsis— para
confirmar que el talento e interés filosófico y literario de Huberto no
contempló ni tomó una sola dirección pese a ser él académico prominente y
especialista en varios temas de la literatura mexicana. La divulgación de altos
vuelos es participación en el conocimiento más profundo de las cosas; la
filosofía como acción reflexiva de todo lo que es o quiere
ser no está concentrada en
una disciplina profesional, sino que se expande a partir del lenguaje en la
literatura, la crítica literaria y el estudio de la cultura. La curiosidad
intelectual de Batis y la lectura casi sádica que hacía de los libros y de los
autores que le interesaban eran expuestos en sus obras con precisión, minucia y
obsesión formal. No hay desorden en su quehacer: hay gula, erudición, placer y
precaución de sabio.
Podríamos aventurar una definición, por supuesto relativa:
“El lenguaje hace la crítica de sí mismo mediante la poesía y la literatura”.
Yo lo creo así; y también pienso que lo que llamamos literatura abarca y comprende el testimonio, la
memoria y el dar cuenta de nuestra vida y época desde el recuento de las personas
y hechos sociales que son tejido y exhibición de la cultura de la que uno forma
parte. Los ojos que no se conforman habitando la amplia celda de lo interior buscan cualquier ventana para mirar
hacia el exterior, husmear y reconocerse en lo otro y en los otros. Fueron
muchas las tardes y noches que escuché a Batis contar historias y referirse a
toda clase de personajes no ficticios. Él parecía indiscreto, como suele ser
normal en un habitante de la narrativa, y gustaba de unir la ficción y la
exhibición de lo humano con su experiencia vivida. No difamaba: daba pie a la
literatura oral. No era Gracián el que hablaba, sino Gracián pervertido por el
diablo. Batis no relataba la historia
verdadera de nadie, pues ésta
—además de ser una fábula per
se— resulta imposible de ser narrada partiendo de una sola y única mirada
(las licencias que te ofrece el perspectivismo avalan mi opinión). Algunas de las
experiencias de Batis en el medio de la cultura mexicana se hallan plasmadas en
su célebre libro Lo que “Cuadernos
del Viento” nos dejó; y también en La
flecha extraviada. Su desgarbo moral y virtud memoriosa se encuentran en
estas páginas que se hacen acompañar de la admiración y sorpresa que causa el
bosquejo de la cultura a partir de los gestos sociales de sus actores y de la
convivencia y afección singular por ellos: “Yo he encontrado en México la
inteligencia femenina en dos personas: Elena Garro e Inés Arredondo” (La
flecha extraviada). No es cualquier mirón sin pasado el que escribió estos
libros, sino el joven corrector de la Revista
de la Universidad de México —a
donde Batis llegó por recomendación de Alfonso Reyes—; el director de la Revista de Bellas Artes; el
editor y director de la Imprenta Universitaria; y el animador del suplemento sábado en el que arropó a los eruditos, a las
glorias académicas y también a los jóvenes más (y a veces menos) talentosos de
finales del siglo XX: tormenta
e ímpetu en el cambio de
siglo. Nadie como él me apoyó en la tarea de editar la revista Moho, de vena subterránea,
insolente y dadaísta. Su entusiasmo por mi revista era a veces mayor que el
mío.
Ahora Huberto Batis cumple ochenta años: su longevidad se
veía venir y yo la divisé desde que lo visitaba en la redacción de sábado hace veinte años —allí donde conocí e
hice amistad con Rocío Barrionuevo y con Julio Aguilar quienes, en distintas
épocas, acompañaron a Huberto en la confección del suplemento—. No quiero dejar
pasar una característica de Batis que espantaba y repelía a tantas personas que
se acercaron a él: su vitalidad no contenida en formas predecibles de cortesía
y zalamería. En México es sencillo hacerse de enemigos, sólo basta decirles la
verdad (o lo que piensas acerca de ellos). Estoy muy de acuerdo con Miguelángel
Diaz Monges cuando en la Revista
de la Universidad de México escribe
que algunos medios e intelectuales han sido mezquinos con Huberto Batis. Claro
que lo han sido, pero tal mezquindad es el infierno que da vida y fortalece. La
conjura de los necios es un halago que muy pocos merecen. Ojalá que sus
enemigos, algunos ganados a pulso, nunca reconozcan públicamente su talento e
importancia en la cultura mexicana: en general fueron y son personajes menores
subidos a un banquito para prodigarse estatura. Han pasado ya varios años que
no me encuentro con Huberto y con Patricia González, su compañera, como
acostumbrábamos hacerlo en el pasado. Si la amistad ha sido buena entonces
habrá dolor, recuerdos y un mito. Salud, Batis, por ocho
décadas de vida y creación.
***
La primera semilla
Por Alberto RUY SANCHEZ
Huberto Batis es mucho más que mi maestro, mi editor y mi
amigo. Sólo alguna comparación descomunal alcanzaría levemente a describir el
tamaño y los efectos de su presencia generosa y afilada en la formación y en la
vida afectiva de quienes estuvimos muy cerca de él desde los años setenta.
Corrió la voz de que un personaje extravagante abriría un
taller literario al que podrían asistir alumnos que no necesariamente
estudiaran la carrera de letras. Ricardo Newman, Felix Moreno, Magui de
Orellana, entre otros, teníamos una clara pasión por la literatura pero también
por el cine y el periodismo, la antropología y la filosofía. Teníamos casi
veinte años cuando coincidimos en las aulas excesivas de una carrera entonces
nueva que se llamaba Ciencias y Técnicas de la Información. Y decidimos
escaparnos de otras materias para probar ese taller teñido de una reputación de
extrañeza. La primera sorpresa fue encontrarnos a un gran lector que con la
misma avidez, pasión e irreverencia leía a los grandes autores que a nosotros,
incipientes aprendices de escritores. Nos regalaba así de entrada la igualdad
de leer con la misma minucia crítica nuestros titubeantes intentos de
escritura.
Cada sesión abría puertas hacia nuevos libros y autores y
cada lectura era demostración de cómo los otros, ya en los libros, habían hecho
con destreza, algunas veces ejemplar, algo similar a lo que parecía que
habíamos intentado en nuestros ejercicios compartidos. Muchas veces había que
aprender no de lo que los demás habían logrado sino de eso en lo que otros, ya
publicados y con prestigios establecidos, también habían fracasado. Aprendíamos
de entrada que, mucho más importante que ser publicados o tener una carrera
literaria, el reto grande era hacer lo mejor que cada uno pudiera. Y esforzarse
por hacerlo mejor cada vez.
Eso cambiaba todo. Y, a quienes siguiéramos esa línea de
esfuerzo extravagante, ella nos separaría radicalmente de la gran mayoría de
escritores que buscaron la presencia pública inmediata. O la pertenencia a una
cofradía de complicidades. Todo aprendizaje de escritor se da finalmente, no en
el grupo, no en el taller colectivo sino en el taller individual. En el taller
personal, en la soledad poblada de lecturas y fantasmas donde cada creador
finalmente se define, crece o se anula.
La otra lección implícita en esa lectura afilada en todas
las direcciones era que el último juez, el más cruel y despiadado, el de verdad
más riguroso, tendría que ser uno mismo. Ninguna palmadita en la espalda era de
verdad aceptable. Ningún elogio mutuo admisible.
Pero la crítica no era destrozar el texto sino comprender
sus mecanismos, sus ideas, sus formas, sus posibilidades. Criticar es
comprender, sin contemplaciones conformistas pero no necesariamente atacándolo
de manera sistemática. Ser crítico no es dar puñaladas con alma de verdugo sino
tener un bisturí afilado para la disección anatómica certera.
Un día Huberto decidió que el taller se desplazaba a su
casa los sábados por la mañana y que ahí reuniría a sus alumnos de varias
universidades. Podría escribirse muchísimo sobre esa casa. Por lo pronto me
detengo diciendo que fue ahí donde el taller adquirió su verdadero carácter. Ya
no escolar sino artesanal. No un profesor que dicta “verdades” al auditorio
sino un artesano mayor al centro ejerciendo su oficio a su manera y un círculo
a su alrededor aprendiendo a hacer cada uno lo suyo, a la vista de todos.
Huberto vivía con tal intensidad todo lo que leíamos, todo lo que escribía,
todo lo que investigaba, que compartir lecturas era siempre una experiencia
vital. Recuerdo el día que leímos en un autor francés del siglo XIX, Huysmans,
la descripción del olor que despedían las faldas agitadas por las bailarinas de
can can en el Moulin Rouge. Una mezcla potente de coño y de un perfume cuyo
nombre no recuerdo. Pero que Huberto fue inmediatamente a hacer fabricar por un
perfumero. Y todo era así con él. Los sentimientos, las situaciones, los
vínculos de cada texto con la historia social y las historias individuales
estaban vivos. El abismo entre los libros y la vida no era sino un espejismo
que se rompía en el acto de leer vitalmente cualquier texto. La literatura
sería vida o no sería nada.
Esa manera apasionada de pensarse profesionalmente en el
oficio de la edición, del periodismo cultural, del pensamiento y la escritura
me marcó para siempre y creo que fue fundamental en la elección de las
siguientes cercanías. Tanto en las personas como en el modo de relacionarse con
ellos y su oficio: Roland Barthes, Gilles Deleuze, Octavio Paz, apasionados del
asombro literario, cada uno a su manera.
En aquel inicio de los setenta, en la época de la primera
semilla, Huberto tenía 36 años y algunos de nosotros casi veinte. Pero lo
veíamos como alguien muy mayor. Ahora que cumple 80 y lo veo y lo pienso tan
joven agradezco su iniciación apasionada como después la amistad no menos
intensa y la hospitalidad de editor en las páginas sabatinas donde tantos
aprendimos a tener lectores. El gigante que es Huberto sigue regalándome su
sombra generosa y en ella, como una sonrisa, como una afirmación vital, ese
olor que llegaba desde la primera fila del can can. Y yo le agradezco aspirando
hondo cada vez que por alguna razón de la vida siento que me falta la
respiración.
***
El magisterio de Huberto Batis
Por Julio AGUILAR
Esfuerzo, rigor, autocrítica, sentido común y, sobre
todo, un interés genuino por la literatura son las exigencias que Huberto Batis
pide a sus pupilos en su curso de Teoría Literaria. Hoy lo deduzco y también
recuerdo que, en el camino para alcanzar aquellas virtudes, todos los alumnos
de mi generación resbalamos alguna vez y caímos entonces bajo el implacable
fuego del maestro Huberto transformado en un temible Mr. Hyde.
De esa estampa pedagógica muchos egresados y destripados
de la carrera de letras hispánicas pueden dar testimonios en distintas
versiones. Pero son muchos menos los que pudieron comprobar que hasta hace
algunos años, una vez que Batis concluía sus clases en la UNAM, no colgaba el
traje de Mr. Hyde en un perchero de Filosofía y Letras porque se lo llevaba
puesto a la redacción de sábado,
el suplemento que dirigió a lo largo de muchos años.
Cuando en 1992 me sumé a la redacción de sábado por invitación suya, descubrí con
sorpresa que Batis extendía hasta ahí su magisterio con un alumnado no tan
joven. Sentado frente al laberinto de papel que era su amplia mesa de trabajo,
el maestro-editor enderezaba la sintaxis de las crónicas, barría las comas de
las entrevistas, podaba los párrafos de los artículos, restauraba las ideas mal
aprovechadas en las críticas y afinaba los finales sosos de cuentos y relatos.
Además de eso, él alentaba discusiones entre sus colaboradores no sólo sobre la
literatura mexicana del momento, también sobre cine, teatro, arte, danza,
fotografía… Del entusiasmo de aquellos debates organizados en caliente, no era
raro que, tiempo después, se escribieran artículos, ensayos e incluso
manifiestos para publicarse en sábado.
Nunca antes había visto a un editor en esas faenas y
nunca más he vuelto a ver a ningún otro con esa capacidad de hacerlo,
imponiendo una autoridad difícilmente cuestionada por escritores, periodistas y
traductores apabullados por las razones gramaticales, literarias,
periodísticas, éticas o de sentido común que Batis argumentaba más o menos
paciente, es decir, más o menos Hyde.
Sábado era más que un suplemento cultural, era un industrioso
taller de creación moderado por un hombre que ha sido mucho más que un promotor
cultural. Huberto ha sido un genuino creador de creadores. Con ojo clínico, él
es capaz de detectar desde las primeras líneas, a veces entre los balbuceos de
ejercicios literarios o periodísticos primerizos, el talento nato, las
capacidades prometedoras de escritores y periodistas, o al menos la disposición
de los aspirantes a aprender, mejorar y crecer, cada quien a su propio ritmo,
cada cual hasta el límite de sus aptitudes.
Como en las clases universitarias, Batis exigía en el
suplemento esfuerzo, rigor, autocrítica y sentido común a cambio de invertir su
tiempo en leer, comentar y corregir textos de toda índole.
En un momento de la vida en que una lectura atenta y
desinteresada, una dirección adecuada y una mano generosa pueden hacer la gran
diferencia entre ser un joven escritor o un periodista estimulado y uno
destripado, la labor de Batis ha sido esencial al ejercer su apostolado de
maestro y editor para apoyar a varias camadas de autores desde que, muy joven,
junto con Carlos Valdés, comenzó a publicar Cuadernos del Viento.
Si bien su labor en sábado suele ser lo más mencionado de su
trayectoria, porque es la gran aventura editorial más inmediata, Batis ha
dejado huella en otras memorables aventuras culturales. Algunos ejemplos: su
pertenencia a la generación de la Casa del Lago, la labor como investigador de
la literatura mexicana del siglo XIX bajo la guía de María del Carmen Millán,
su magisterio en la Universidad Iberoamericana en donde descubrió una cantera
de jóvenes talentosos que sumar a proyectos editoriales y académicos; además de
su ejercicio como uno de los críticos literarios más perspicaces de su tiempo.
“Huberto Batis es un crítico joven de talento”, escribió
Octavio Paz a Arnaldo Orfila Reynal cuando decidían qué jóvenes colaborarían
como antologadores de Poesía
en movimiento. Al final, Paz y Orfila optaron por invitar a José Emilio
Pacheco y Homero Aridjis y dejaron fuera a Gabriel Zaid y Batis.
En estos años que ha estado alejado del periodismo
cultural, Huberto ha puesto en orden sus artículos y ensayos críticos en varios
libros que son referencia para conocer algunas de las primeras reacciones ante
la aparición de libros como Cien
años de soledad, o acercamientos pioneros a la obra de escritores mexicanos
esenciales como Elena Garro, por mencionar dos ejemplos.
Más allá de eso, en muchos de sus discípulos
universitarios o extramuros él ha dejado algo de su obra. Durante años priorizó
estar al frente de una labor colectiva postergando una obra personal sin sacar
raja y asegurar así un feudo cultural para el porvenir. ¿Por qué? Porque a
diferencia de muchas otras cabezas al frente de proyectos culturales y
periodísticos, Batis se dedicó a trabajar, no a hacer relaciones públicas.
Batis, un hombre de letras, ha dedicado muchos años de
sus 80 al periodismo quizá porque ha creído que el periodismo cultural es
demasiado importante para dejarlo sólo en manos de periodistas.
Hoy, él no está retirado en sus cuarteles de invierno.
Para nuestra fortuna, continúa con su labor magisterial de 50 años en la UNAM,
seguramente porque piensa que la enseñanza de las letras también es demasiado
importante para dejarla en manos de los que define como profesores bikini, es decir,
los que enseñan todo menos lo más importante.
Discreta y concienzuda, la obra del maestro Batis
continúa todos los días, formando a las nuevas generaciones que escribirán,
editarán y estudiarán la literatura mexicana del siglo XXI.
***
Retrato de
Huberto adolescente
Por Alegría MARTINEZ
Huberto Batis cumple 80 años de vida, de los cuales ha
dedicado más de 60 a fortalecer y difundir la cultura de nuestro país desde la
escritura, la crítica, la cátedra, el ensayo, la edición y la formación de
escritores y periodistas. Su fama de energúmeno y erotómano ha opacado a la que
debería tener, también, como maestro generoso y paciente, uno de los pocos
seres humanos que han comprimido su propio tiempo creativo para enseñar y
abrirle espacio a generaciones de toda índole, adictas como él a la escritura,
y que gracias a Huberto hoy editan y publican en distintos espacios.
Reconocido por su trabajo como director del extinto
suplemento sábado de unomásuno, al que se dedicó a
lo largo de 25 años, más que por los títulos de sus libros, colecciones y
revistas publicados, Batis comparte en entrevista pasajes de su dura infancia y
anécdotas de los cinco años que estuvo en la comunidad de jesuitas, que afirmó
encontrar en él la vocación de sacerdote, cuyas virtudes por fortuna supo
conducir por mejor camino.
Manos de Pato y estricta disciplina
“De chiquito, mi casa era una biblioteca, mi papá era un
médico muy culto, le gustaba mucho la música. Todo el tiempo oíamos ópera y él
estudiaba y tocaba piano y violín ya en grado muy avanzado y a mí me puso a
estudiar piano, pero yo no tenía manos de pianista; apenas alcanzo la octava
por abajo si estiro mi mano a todo lo que da.
“Mi profesor me dijo: ‘¿Cómo quiere tocar piano si tiene
usted manos de pato?’ ¡Mira cómo las tengo! No puedo abrir los dedos, si los
obligo sí, pero no se pueden abrir solos, así que yo estaba negado y el maestro
convenció a mi papá de que era inútil. Me dio un gusto enorme, porque mientras
a mí me ponían a estudiar piano, mi hermano y mis amigos jugaban beisbol,
futbol y todas esas cosas.
“Fue una infancia muy dura, de una disciplina espantosa;
cada comida era un examen de lo que me había dejado leer mi papá. Te decía el
nombre científico de las verduras, de todo lo que comías, o te platicaba de
dónde había salido el café, el azúcar, las papas y te preguntaba el nombre
científico y en latín de la lechuga”.
Los jesuitas te voltean al revés como calcetín
Huberto huyó a los 15 años de su casa paterna, de donde
esperaban que saliera médico, pianista y violinista, pero él no quería ser nada
de eso. Llegó con sus propios medios al convento de San Cayetano, donde los
jesuitas lo ganaron para la causa. Allí ayudaba a un sacerdote a dar misa a las
6 de la mañana.
Cinco años en la Casa de Aprobación le abrieron el coco,
dice el autor de Por sus comas
los conoceréis, que estuvo encantado de estudiar, bien, literatura española
y latín, al grado de poder escribir y hablar en ese idioma, y además, conoció
ahí a Carlos Valdez, a Emmanuel Carballo, la crema y nata de los estudiantes
del país.
Hechos los votos de obediencia, pobreza y castidad, a los
dos años de haber ingresado a la Congregación Mariana de la Virgen, el
estudiante que leyó el Tratado
sobre la amistad de Cicerón
en su idioma original y, aunque en menor medida, también leía textos en griego,
realizó los ejercicios espirituales de preparación de san Ignacio de Loyola.
“Los jesuitas te voltean al revés como calcetín. Haz de
cuenta que antes de entrar a esos ejercicios quieres mucho a tu familia, pero
después te da hueva verla, los consideras florecitas del campo, ya no te
interesan. Toda tu personalidad se cambia. Dentro de la Compañía de Jesús no
puedes elegir amigos entre tus compañeros; se les llama amistades particulares,
como si fueran noviazgos y de hecho lo son. Si te haces cuate de otro que está
estudiando como tú, empiezas a hablar del latín de Cicerón, de san Pablo, de
Jesucristo y al ratito, ya te estás mandándole cartas y, después, hablas de las
cualidades de tu compañero y te conviertes en su íntimo cuate.
“A cada rato salían de la Compañía uno o dos estudiantes
a los que encontraban culpables, y uno se preguntaba: Bueno, pero, ¿qué
hicieron, se dieron besos, cogieron? Y te decían: ‘No, aquí está su
correspondencia sobre la Virgen de Guadalupe, las cartas de san Pablo, el
pensamiento de san Ignacio de Loyola’”.
El voto de obediencia, el más fuerte
“El voto de obediencia es el más fuerte porque si te
ordenan sembrar rábanos o zanahorias al revés, con las hojas para dentro y el
rabanito para fuera, tú piensas: no, no es así, pero debes obedecer y
sembrarlos como te lo ordenan. Hay obediencia de voluntad y de ejecución. Así
que puedes pensar: pinche viejo pendejo que me manda a hacer esto. Yo lo hago
de voluntad, eso es lo quiero hacer y entonces les parece muy bien, pero yo no
podía. No puedo creer que si te ordenan que barras con la punta de la escoba,
debas hacerlo porque te digan ‘así se barre’. Pues no, obviamente no.
“A mí me pusieron una tarea horrenda. Había un sacerdote
que me caía gordísimo, era odioso y me puso por obediencia limpiar su baño
diario, tenía que lavar la taza y acabar con todo, los pelos, en fin, todo lo
que hay en… era horrible. ¡Me traía unas ganas!”
Mi mamá, culpable de mi afición por la belleza
Cuando Huberto era niño, su mamá, a quien le gustaba mucho
el cine, lo llevó a ver películas durante las que por momentos les ordenaba a
él y a su hermano taparse los ojos.
“Nosotros nos los tapábamos así: —Huberto se cubre los
ojos con los dedos abiertos—. El erotismo se reforzó durante mi niñez y mi mamá
es muy culpable de lo que yo llamo mi afición por la belleza, por llevarnos
tanto al cine. Yo me sabía los nombres de las actrices, como el de Esther
Williams, que era una especialista en nado sincronizado y empezó a participar
en películas musicales en los cuarenta. Era una bailarina acuática que abría
las piernas así —estira dos de sus dedos—; y era preciosa”.
El problema de la castidad
Al estar con los jesuitas, cuando les tocaba platicar,
reconstruían películas entre todos, como aquella que recuerda Huberto, en la
que Gloria Swanson se quitaba los guantes lentamente y se los lanzaba al galán
a la cara.
“Me acuerdo de las canciones y de la actriz. En privado
recreábamos de nuevo la película. El problema de la castidad en la adolescencia
es que entre los 15 y los 20 años, lo primero que te pasa es que tienes sueños
húmedos y te vienes en las sábanas. Entonces corres con tu confesor y se lo
dices, pero él te contesta que no te preocupes, porque ‘eso es involuntario’.
Años después hubo quien me contó: ‘Yo me programo, leo libros o recuerdo
películas y entonces tengo mis sueños húmedos y como es involuntario, pues no
peco’. Fíjate qué hipócritas.
“Los primeros años de nuestra juventud, entre los 15, 16
y 17, cuando te arrodillas para comulgar, te vienes porque te rozas con los
pantalones burdos de mezclilla. Por eso, te enseñan a lavarte el pito —comenta
en voz baja—. Y te dicen cómo: te aprietas abajo lo más fuerte que puedas
cuando está flácido para impedir que salga sangre y entonces lo lavas con jabón
diariamente para que tenga higiene y luego te pones a pensar en todo menos en…
Luego, ya que acabaste de lavarlo, lo sueltas porque si no te haces eso, pues
se te yergue y te vienes ahí porque hubo consentimiento y, si consientes, pues
ya mejor buscas el modo de que sea placentero. Entonces confiesas, rezas tres
aves marías y te la pasas encerrado rezando todo el tiempo, pero yo después,
pasado el tiempo, descubrí que todos se masturbaban.
“Me encontré en la biblioteca de los jesuitas un libro en
el que decía: ‘Padre, soy Fulano de Tal, quiero confesarme por escrito porque
me da mucha vergüenza hacerlo de otro modo. Yo me masturbo 17 veces al día’.
Entonces pensé: Y yo que apenas llego a tres. Puta, ¡Estoy lejísimos!”
El voto de pobreza
“Tienes que convertirte —dice san Ignacio de Loyola— en bastón de hombre viejo, que
es del que puede hacer uso el anciano para lo que quiera, para golpear
personas, animales, meterlo en el lodo, o la caca, para ayudarte a caminar,
para lo que sea, tienes que convertirte en un pinche bastón.
“Tu formación consiste en que te mandan con otro
compañero por el mundo a pedir limosna y a sobrevivir. Entonces llegas a un
mercado y pides de comer y te tiran fruta podrida, te dan de palos, te
persiguen porque piensan: Pinche güevón, cabrón, ¡cómo es que un muchachito de
16, 15 años está pidiendo limosna! Está prohibido decir: soy religioso, por
amor de Dios denme algo, estoy demostrando mi pobreza. Nooó.
“Cuando la cosa se ponía muy fea, tenías que llegar a una
parroquia y pedirle al cura que te diera un trato humano, algo de comer, una
cobijita y una paja para dormirte. Luego te mandaban otra temporada a un
hospital a ayudar enfermos, donde hay leprosos con gente muy enferma,
moribundos, de todo. Claro, ahí te dan de comer como a las monjas o a los
esclavos que están en ese lugar”.
La verdadera prueba
Por órdenes del maravilloso papa Juan XXIII, como lo
califica el autor de Lo que
“Cuadernos del Viento”nos dejó, llegó el momento en que se acabaron
los conventos donde las monjas lavaban ropa, hacían comida y limpieza para que
los demás vivieran como señoritos; había que trabajar en escuelas o donde se
pudiera para poder vivir y se empezó a psicoanalizar a los jóvenes.
“Enviaron a un sacerdote europeo que había estudiado psicoanálisis;
tenía a su cargo asomarse a una comunidad de 450 personas para sacar de la
Iglesia a quienes no tuvieran vocación.
“Me empezó a tratar. Nos dio pláticas de literatura,
música y toda clase de materias. Sus papás tenían una casa padrísima en Cuernavaca
y nos íbamos ahí a nadar, a comer, tomar el sol y también cerveza. Eso te
relajaba mucho y soltabas la sopa”.
Varias veces, sin saber manejar, Huberto tomó la súper
carretera recién construida por Miguel Alemán en la que aún no había nadie,
hasta que un día el psicoanalista le advirtió: “Ahora viene la verdadera
prueba: vas a regresar a la casa de tu familia, les dirás que vas de
vacaciones”.
“Y me fui. Juntaron a toda la familia en la casa de mi
papá, pero él se las olió y todo el tiempo que estuve ahí grabó todo, había
botones abajo de la mesa. Ya que murió, en sus archivos encontré las
grabaciones. ¡Qué es esto, guácatelas! Días y días yo hablando. Me di cuenta de
que estaba pidiendo auxilio: ‘¡Sálvenme, acójanme en mi casa!’ Además, mis papás
ya se habían reconciliado; les vino un segundo aire durante el que nacieron dos
hijos más, luego se volvieron a agarrar del chongo y vivieron hasta su muerte
separados”.
En esas vacaciones, el joven dijo a sus padres: “‘Ya me
quiero regresar, no tengo ninguna vocación’. Imagínate. ¡Yo que soy sobrino de
San Luis Batis, mártir del Vaticano! Y llegó un momento en que por fin les dije
que quería ser escritor. Mi papá dijo que yo tenía razón, que todo ese tiempo
había sido inútil, que me había atrasado cinco años y ya no iba a poder hacer
una carrera”.
La paterna aceptación
Aceptado de nuevo en su familia, al día siguiente, su
padre le entregó una mesita, una vieja máquina de escribir, papel y un lápiz.
Para ser escritor, eso era todo lo que el joven necesitaba, le dijo. Después de
lo cual, todos los días Huberto debía escribir y su padre se dedicó a
corregirle ortografía, sintaxis y todo lo necesario.
El sacerdote psicólogo le había confirmado a Huberto:
“Veo en tu infancia un caldo de cultivo pésimo para ser sacerdote jesuita o
religioso; huiste de casa de tus padres porque ahí había un ambiente
pernicioso, ellos no se hablaban durante años, se llevaban a gritos y
sombrerazos, vivían enemistados”.
Los jesuitas, en cambio, incluido el guía espiritual,
opinaban que el joven sí tenía vocación. El Vaticano le envió una ambigua carta
a Huberto que decía: “Haga usted lo que mejor le parezca en el momento en el
que lo crea conveniente”. Pero el superior de la comunidad, al saber lo que
opinaba Roma, le dijo: “Lo voy a ayudar. Ya no lo queremos aquí, porque va a
ser una mala influencia”.
Entre los 20 y los 21 años, Huberto Batis volvió a
Guadalajara, donde tuvo un año para pasarla bien: hizo amigos, tuvo novias y se
puso al día en películas. “Pude ver a Gina Lollobrigida, a Silvana Mangano y a
todas esas mujeres maravillosas, aparte de las películas de Fellini, entre
muchas otras. Nunca debí siquiera intentarlo, porque yo no tenía vocación
religiosa, sino literaria”.
***
Ouroboros: del miedo irreal a la profunda
confianza (mi camino con Batis)
Por Pura LOPEZ COLOMÉ
Poeta; obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia por Santo y seña (2007)
Hace muy poco visité a mi maestro en su nueva casa, cerca
del Ajusco. Cuando salió a la puerta para cerciorarse de que los vigilantes me
habían dejado pasar con todo y coche, recordé su mirada del primer día de
clases, en 1976. Exactamente la misma. Sigue rebosando curiosidad, picardía,
honda y multiabarcante inteligencia, deseos de ir a la raíz de las cosas sin
ocultar las emociones o ubicarlas en segundo plano.
Después de saludarnos con un cariño si acaso sólo
acrecentado con los años, me invitó a pasar y a sentarme a la misma mesa
original, la Ur-mesa,
principio de toda verdadera travesía literaria, llena de libros, periódicos,
revistas, fotos, algún lápiz, alguna pluma. Es la mesa del comedor, pero
también la que presidía el salón de clases universitario; la de la redacción de sábado; el escritorio hasta el
tope del subdirector de unomásuno,
a quien le quedaba apenas un espacio pequeñito para corregir artículos, firmar
cosas, recortar algo esencial. Hay tanto ahí encima que apenas se puede creer
que le alcance el tiempo para leerlo todo. Y sí. Vaya que sí. Sobre todo,
aquello que va dando forma a la historia de este país y del mundo: la
cotidianeidad clavada en el corazón del futuro, como él mismo escribiendo en
sus oficinas de Holbein, rodeado por torres de periódicos, resguardado, de
alguna manera, por aquella muralla de palabras. Encantado de la vida.
Batis no nació, sin embargo, para encarnar 24 horas a una
rata de biblioteca. O no solamente para eso. Nunca ha dejado de hacer
algo que le despierte interés, aunque lo espere una pila de libros que leer, o
de trabajos que corregir. Sabe que todo tiene que ver con todo, que todo está
en todo. Que la literatura es letra viva, no muerta. Igual de viva que la
primera vez que nos lanzamos a una aventura que implicaba dejar de leer o
escribir casi todo un día; una de tantas emblemáticas andanzas quijotescas que
lo pintan de cuerpo entero.
Acababa yo de entrar a su biblioteca —deslumbrada— en uno
de los pisos superiores de la casa de Matamoros, en Tlalpan, cuando me llamó la
atención un libro desde cuya portada me hacía guiños una muñeca antigua. “Qué
belleza, ¿no?”, resonó la voz de Huberto. “Yo tengo todo un baúl lleno de unas
muy parecidas”, repliqué. “¿En serio? Son de una delicadeza, de una
voluptuosidad… Si quieres que te crea, vamos a verlas ahorita: estamos hablando de
mensajeras de otro mundo”. Acto seguido, se colgó la cámara al cuello, y
salimos rumbo a mi casa en la pick-up azul metálico (atrás, estacionado en su
nostalgia, nos decía adiós el mítico Javelin…),
yo al volante, Huberto de copiloto, a la deriva y ávido de descubrimiento
espontáneo. Por el rabillo del ojo, yo veía a un pasajero que no acababa de dar
crédito, que necesitaba ver para creer. Esa tarde, al abrir aquel baúl lleno de
sorpresas, supongo, supo que siempre le diría la verdad. Nos pasamos horas
enteras sacando fotos de todas aquellas muñecas de pasta entre las rocas del
Ajusco, muy cerca del lugar donde vive ahora. Sólo Dios sabe dónde acabaron las
“mensajeras”. Ah, pero el mensaje quedó cifrado entre nosotros: rostros casi
perfectos ente rocas volcánicas, encajes decadentes sobre cactáceas, un cuello
de porcelana, rizos rubios sobre bromelias, miradas aterradoras, mejillas
inocentes con hoyuelos.
*
Cuando conocí al temido “Maestro Batis” en la Ibero, yo
pensaba que había leído muchísimo, simplemente porque no había parado de leer
desde que aprendí, había devorado la biblioteca familiar y la del internado
donde había estudiado la preparatoria. Porque la lectura me había salvado la
vida, porque no podía respirar sin ella y, para mi enorme fortuna, en casa, el
buen gusto de mi papá nunca nos dejó perder el rumbo, regalándonos a todos
antenas alertas para eliminar cualquier cosa disfrazada. Pura y estricta buena
suerte, ningún mérito propio. Y ahora daba la casualidad de que, cada vez que
había oportunidad de hablar con Huberto o escucharlo, ya fuera en clase o por
los pasillos, con un comentario me revelaba a todo color lo mucho que me
faltaba, mis abismos, mi ignorancia. Gracias a él, amplié mis horizontes todo
lo que pude, y vi publicado mi primer poema, en la maravillosa revista
estudiantil que lucía el sello inconfundible de Batis: Punto Cero en Literatura. Esto
no duró más que un semestre, al término del cual me recomendó el cambio a la
UNAM. No lo dudé ni un segundo.
Cursé la carrera de manera muy irregular, disfrutando
sobre todo las materias que no podía cubrir por mi cuenta, las que necesitaban
asesoría, es decir, latín, español, filología hispánica. Pude sobrevolar las de
literatura, porque Batis me había enseñado a caminar con mi propio motor y a
confiar en él (llevara las fallas y equivocaciones que llevara), logrando
profundizar y analizar mucho más creativa que esquemáticamente. Una tarde me invitó
a visitarlo en sus flamantes oficinas de la redacción de sábado. Él estaba trabajando,
leyendo los ensayos, fragmentos de novela, cuentos, poemas y reseñas que
compondrían el número de esa semana. En cuanto me senté a su lado, me puso
delante los originales, que yo iba siguiendo mientras él leía en voz alta,
glosaba, comentaba, criticaba, se burlaba, celebraba aquellos textos ya pegados
en enormes cartones, cortando aquí y allá, añadiendo o salvando palabras y
frases sobre las cortinas de papel muy delgado colocadas ex profeso para
señalar correcciones y observaciones. Nos dieron las once de la noche. Salí
viendo estrellitas.
Quién sabe cuántas veces hice lo mismo, en tácito
entrenamiento, antes de que me ofreciera la “chamba” de secretaria de redacción.
Pero ya desde mucho antes, generosamente me había publicado poemas,
traducciones, notas, ensayos, cosa que siguió ocurriendo a lo largo de los años
que considero, si no la época de oro del suplemento, sí la mía en el ejercicio
de una cierta autocrítica para el resto de mi vida. Se dice fácil. Ni siquiera
sé si él sabe hasta qué punto influyó en mí, si se daba cuenta de todo lo que
me enseñaba. Y si esto escribo es estrictamente para que lo sepa.
*
Rememoro aquí y ahora, sobre todo, porque este maestro de
la observación cuidadosa, detalladísima, sigue siendo el mismo, genio y figura,
a sus 80. Basta la mención de algo, para que se lance a darle anclaje en la
realidad, se encuentre ésta en las páginas de algún libro o revista, en alguna
liga cibernética (me acaba de mostrar, hace muy poco, un museo virtual recién
aparecido, y sólo porque mencioné un hortus
conclusus), así como en hechos tangibles, físicos, mundanos. O, de
preferencia, en ambas cosas: del nombre a lo nombrado, y viceversa. Yo veo lo
mismo, claro, y por eso escribo poesía. Sin embargo, brincos diera por tener
día y noche esa pasión de Huberto para salir en busca inmediata de la peculiar
comprobación de la red de relaciones, invisible en apariencia, que lo recubre
todo.
Durante los años mozos de varios de nosotros, sus
alumnos, así se viajaba con él para aprender; lo
único necesario era el abandono a la imaginación, el ensueño, el recuerdo, que
desencadenaban la percepción de los varios niveles en uno solo. En un párrafo
de Graves, una estrofa de Rilke, lo mismo que a bordo de alguno de sus coches,
por ejemplo, pues siempre iba atento a la justicia poética en las placas del
Ford destartalado que teníamos delante, o escrita, a manera de bautizo de toda
una Weltanschauung, en las
defensas o partes traseras de los camiones… En alguna de mis visitas a su casa
en Cuernavaca, salió a relucir el tema de Maximiliano y la India Bonita.
Imposible habría sido detenerlo, pues en ese mismo instante había que lanzarse
al jardín de plantas autóctonas medicinales de aquella mujer que hechizó al
emperador austriaco: ya ahí, echados sobre el pasto en una tarde de suyo
psicodélica, nos pasó delante “el relámpago verde de los loros”, sin ayuda de
ningún psicotrópico, ni siquiera habiendo bebido alcohol, no, nada más con la
apertura interior y artística suficiente para recibir cualquier clase de
epifanía.
Siento que no tuve que cortar ningún cordón con Huberto,
pues mis terrenos poéticos me ofrecieron una cierta independencia de origen
(¡qué bueno que no escribe poesía!). Tampoco el periodismo ejercido como tal
fue jamás de mi interés. La Facultad, la biblioteca y sábado me abrieron la puerta a lo fascinante
de este personaje, que me mostró, con todos sus líquidos y componentes diversos
—buenos y malos, aromáticos y malolientes—, la entraña nutrida en las letras.
Aunque pertenece, innegablemente, a la generación de sus queridos amigos
(García Ponce, Gurrola, Elizondo, Carvajal), no se les parece más que en la
avidez de libros, demonio, mundo y carne. Todos se han ido. Y Batis, al pie del
cañón, más sólido que todos ellos juntos.
¿Cuándo me percaté de que, pese a no haber cordón
umbilical entre nosotros, sí había un calor duradero sin fecha de caducidad? El
día que comenzó a llamarme “Purépecha”. Era un viernes por la noche. Yo estaba
cansadísima. Huberto, fresco como una lechuga. A la salida del periódico, me
tomó del brazo y me dijo: “Pura, Purépecha, espérate, tengo que contarte algo
importantísimo. Ayer me vino a ver una señora exclusivamente para cantar las loas
acerca de sábado. Hizo un
recorrido, sección por sección, género por género, riesgo por riesgo,
colaborador por colaborador. Habló de lo habitual y lo novedoso. Lo
característico de la época de Benítez y lo de la mía. Carretadas de amor. Casi
se me salen las lágrimas, me tuve que aguantar. Purépecha, esto es lo que vale
la pena, un lector anónimo que se aparece, de buenas a primeras, a decirte la neta”.
Caramba, y yo que nunca le he dado las gracias así,
abierta y francamente, sin cursilería, por haberme estimulado (a veces
negativamente, incluso), por haberme dado empujón y medio a los siguientes
peldaños del recorrido. Más vale tarde que nunca. Va, a continuación, una
muestra apenas.
*
Muy a principios de nuestra convivencia en unomásuno, le pedí, con temor y
rebozo mordido, que leyera, cuando tuviera tiempo, la traducción de Kora en el infierno:
improvisaciones, de William Carlos Williams, que acabábamos de “terminar”
Luis Cortés Bargalló y una servidora. Sin decir una palabra, recibió el engargolado
y lo metió en su emblemático portafolio. Una semana después, en su artículo
semanal, habló de la riqueza humana de la obra, haciendo resonar muchos de sus
momentos en su personalísima vida cotidiana, y calificando de “bella” nuestra
versión al español. De ahí en adelante, así serían las cosas con Huberto. Me
iría demostrando, de palabra y obra, lo que pensaba, sin adjetivar de más.
Gente que trabajaba con él, como Henrique González Casanova, elogiaba mis
poemas. Batis, no. Publicarlos era lo que contaba. Poco después, me permitió
dar a conocer, por entregas, una selección de poemas de Seamus Heaney,
muchísimo antes de que le otorgaran el Premio Nobel, acompañada de comentarios
en torno a la tradición irlandesa, sus mitos, sus leyendas, su poderosa inspiración
lírica. Por más que quise ponerme en contacto con el autor para enviarle
ejemplares poco a poco, nunca logré averiguar su dirección. En cambio, de ahí
surgió el interés de Francisco Toledo en publicar mi primera traducción de un
libro de Heaney completo, Isla
de las Estaciones. Sin yo saberlo, aquella selección original favorecida
por Huberto, sí había llegado a manos de Seamus, pues Homero Aridjis se la iba
mandando, puntualmente, semana a semana. Años después, un amigo me contó que
Heaney había no sólo acusado recibo de estos envíos, sino que los había
comentado ampliamente en cartas a Aridjis. Este amigo (que, a su vez, había
sido alumno de Batis) me conseguiría dos domicilios, tanto en Dublín como en
Harvard, para que no hubiera pierde, y yo le escribiera, etcétera. Cosa que
ocurrió. Y de ahí pa’l real. Mi vida dio un giro, si no total, al menos
significativo. No sé qué habría hecho sin quien se convirtió en un faro, que
sigue vivísimo aquí junto a mí pese haber fallecido. Y todo se lo debo a mi Manager.
Sin Huberto, nunca habría terminado y publicado mis traducciones de esa obra,
quizás no habría seguido adelante. Punto.
A riesgo de estar extralimitándome, considero que he
puesto en práctica apenas en mínima medida lo que él practica sin cesar y a
todo vapor. Se clava en un texto equis con la misma intensidad y arrojo con que
decide construir una casa. Al escribir, va abriendo puertas a otras
interpretaciones de lo que afirma; nunca busca, de entrada, imponer criterios o
que al lector le caiga el veinte. No. La pluralidad está frente a nuestras
narices, parece insistir, siempre y cuando la individualidad se atreva a optar
con energía.
*
Batis siempre ha gozado de una —ignoro qué tan merecida—
“fama” de irascible. En efecto, algunas veces presencié su pérdida de estribos
con alguien en particular (en secreto acuerdo). Siempre había motivos
suficientes, nunca era de gratis. La arrogancia, la falsa modestia, la
mezquindad, la zalamería, lo sublevaban. Siendo aspectos de la personalidad que
a mí también me irritan sobremanera, nunca he sido capaz de estallar cuando
alguien los despliega en mi presencia, y si lo he hecho, ha sido en versión miniatura.
A veces, lo confieso, me daba envidia que él reaccionara de un modo tan claro.
Creo compartir, aunque en sordina, el sentir de Huberto, quizás por educación
cristiana. O quién sabe por qué. Habría que preguntárselo a él. El chiste es
que él conmigo nunca tuvo un desahogo explosivo. A lo más que llegó fue a
corregir con rojo mis notas alguna vez; a hablar pestes
de gente que me deslumbraba, si acaso exageradamente, lo cual siempre, aunque
me doliera en su momento, me ayudaba a ver la verdadera dimensión de aquella
obra o escritor/escritora. Y llevo cincelada en la memoria (cosa que hoy
contemplo con humor, muerta de risa) una ocasión en que un grupo de
alumnos-amigos lo invitamos, con mucha anticipación, a una reunión en su honor,
que incluía lo que considerábamos su comida favorita, y él se permitió dejarnos
con la palabra en la boca muy poco tiempo después de haber llegado: se levantó,
se dio la media vuelta, y slam,
adiós. Qué flojera debemos haberle dado con nuestras “opiniones”, pobre
Huberto.
*
El palacio ideal
A principios de los ochenta hice un viaje en coche por
buena parte de Francia, en compañía de mi esposo y unos amigos. Una de nuestras
paradas obligadas, según lo habíamos planeado, sería al sur de Lyon, donde se
hallaba “El palacio ideal” del Cartero Cheval, una especie de postino, admirado por los
surrealistas (André Breton, Max Ernst, etcétera) no por sus labores de entrega
y recepción de correspondencia, sino por haber construido, casi en secreto y a
lo largo de varios años, un edificio rarísimo. Tanto el cartero como su obra
habían merecido incluso un homenaje de Juan O’Gorman. El lugar no aparecía en
guías ni en mapas. Como por instrumentos nos fuimos aproximando, preguntando
aquí y allá. Al fin dimos con él. Desde afuera de la barda que lo rodeaba, no
se distinguía nada: un tesoro para el buen entendedor. La construcción, por
demás perturbadora y estimulante para cualquier espíritu artístico, tenía
poemas escritos en todas las paredes interiores, además de constituir un
insólito muestrario de locuras arquitectónicas. Llamado “Templo de la
naturaleza”, rebasaba esa definición. Era una maravilla, sobre todo porque uno
salía con el poema en la boca, agregando de su cosecha. O soñaba después con
esos espacios en calidad de onírico albañil, poniendo esto aquí, quitando
aquello y transformándolo, en fin. No sólo bella e infinita obra: un verdadero work in progress. Un
corazón en renovación perpetua.
A mi regreso, obviamente, platiqué del asunto horas
enteras con Huberto quien, como era de esperarse, le dedicó un número de sábado. Su entusiasmo mostraba una calidad
distinta, sin embargo. No fue sino hasta mucho después que me percaté del
porqué: hacía eco a la obra de su vida, pues no nada más ha sido hombre
de letras y periodismo: ha hecho extensiva su visión del mundo a todo lo que ha
emprendido. Construcciones excéntricas, claro, pero congruentes
(consistentemente extravagantes, felices de hallarse “en la trayectoria de la
bala”). Un cuarto nuevo aquí, otro allá; un nuevo piso, que no necesariamente
será el último… Nos hizo una detallada crónica, por ejemplo, de cómo había
ideado cada cuarto de su “nueva” casa familiar (sobre los huesos de otra) en
Cuernavaca, cómo le había enmendado la plana al ingeniero o arquitecto o
diseñador original (aunque lo que a él se le ocurría podía carecer de
castillos…). Al llegar al último piso (¿tercero, cuarto?), estuve a punto de
caer (por distraída, por haber despegado rumbo al quinto cielo), si no es
porque Huberto, atento, pese a la emoción de la descripción, me atrapó a
tiempo. No de otra manera, me fue introduciendo a paraísos, al tiempo que me
iba salvando de ellos: me empujaba a los fondos de mi persona, sin permitirme
empantanarme en ella (de Huysmans me llevó a Balzac, digamos).
Sus ideales construcciones, de palabras o de ladrillo,
conversadas o por escrito, en el fondo no han salido del espacio original,
“rodeado de curas y de locos”: Tlalpan. Allá sigue, para nuestra fortuna,
haciendo hasta de la descripción de sus dolencias una surrealista pieza
literaria; leyendo la historia de los papas, los poemarios que uno se atreve a
ponerle delante… si es que no distrae su atención alguna belleza fotografiada,
pintada o sugerida, si es que la “Negrita” no lo mira con esa ternura inabarcable.
Maestro con M mayúscula. Mi maestro.
* Fotografía: Huberto Batis en
entrevista en su casa al sur de la ciudad de México / Germán Espinosa / EL
UNIVERSAL